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🕘 Resumen
La noche llega y el sol se va, mientras los coches ruidosos y sucios llenan el ambiente con su presencia agresiva. En la soledad del vestíbulo, uno se pierde en preguntas sin respuesta y se adormece entre los murmullos del tiempo que pasa.
La niebla invita a desaparecer y se convierte en un mundo fantasma entre la suciedad y el cemento. Sin embargo, en medio de la confusión, aparece una joven con cabello plateado y piernas largas, una esfinge esbelta e inalcanzable.
El narrador se siente como un perro faldero, un beodo ciego e inútil que sigue cada paso de ella mientras sueña con alcanzar la cúspide de su belleza. Pero él, que nunca ha logrado nada, se siente perdido en el estercolero del destino incierto.
Aunque sufre cada paso como una puñalada, la sigue hasta que ella entra en un acuario y se desvanece entre las formas translúcidas de una figura de cristal con la delicadeza que solo ella puede otorgar.
Él, el perro en celo, el vagabundo del dharma perdido, se siente indolente y aburrido como una ostra que muere sin remedio.
Sí, la noche puso su pie negro en la cara del sol invitándolo a desaparecer, mientras los coches de pulmones negros gritaban furiosos, agitando violentamente sus puertas por su parte del botín. Allí en la soledad del zaguán, en la soledad interior que marchita el alma, errante entre ínfimas preguntas, adormecía mi vida entre los murmullos opuestos de la senectud. La niebla burlona y juguetona invitaba hacer desaparecer mundo, fantasma terrenal entre suciedad y mole de cemento. Con pies cansinos en cansinos caminos que no llevan a ningún sitio, perdido, no menos encontrado que una hoja errante mecida por el invernal invierno del mundo. Entonces la vi, libre y joven, de larga melena plateada y piernas de autopista. Cara de niña con surcos de mujer. Esbelta esfinge que adoraban en antaño los más eruditos escritores en un intento infructuoso de acercarse más a lo divino, más no lo consiguieron. Me sentí perro faldero, mosca irritante en un pastel de multicolores tonalidades, como un beodo en busca de una última copa más que nunca llega. Recorrí sus pasos uno a uno, respirando el aroma que desprendía su cuerpo, añorando cada suspiro que su nariz exhalaba. Soné en culminar la cúspide de su belleza, entre sueños metálicos que hieren el corazón cuando se es tan humano e imbécil. Yo, alguien que no era más que un número para cualquier gobernante, yo que jamás había conseguido nada más que hundirme con falta de dignidad en el estercolero del destino incierto. Sufrí cada paso como una puñalada trapera de aquellas que no sientes pero que desgarran en lo profundo. La vi entrar en un acuario, desaparecer translúcida como una figura de cristal con la delicadeza genuina que sólo un porte como el suyo podía ensonar a los más muertos en vida. Yo, perro en celo que no veía más allá de mi aguileña nariz persiguiendo el aroma dulce de una flor silvestre, yo vagabundo del dharma perdido más que nunca entre las colinas que se alzaban erguidas tras su traje ajustado. Entre indolente, aburrido como la ostra que muere sin remedio después de ser engullida por una boca desdentada de algún hombre acaudalado. La olfateé como quien olfatea el aroma primaveral de las jóvenes en el jardín de su casa, juguetonas y ajenas al tiempo que se esfuma como el humo de un cigarro. La vi subirse a un estanque decidida como sube el sol cada día a las más altas montanas solo por el hecho de ser vigía de unos desalmados humanos. La sentí al sumergirse en el agua como si fuese yo que nadaba en vez de ella, noté el agua arrancarme cada frase para reconstruir un pasaje, pero era ella la sirena que buceaba en mi cabeza como bucean a veces las fantasías más inocurrentes. Era tan hermosa como la luna que merece los más estimulantes adjetivos de las estrellas, adornada con joviales diamantes en forma de lágrimas. Y yo, ¿Qué era yo?, postrado en mi desnudez interior, baboseando cada movimiento sincronizado de su cuerpo, cada aleteo que salpicaba mi rudo carácter de hoja marchita. Que sueños más hermosos aquellos que procesan como computadoras adelantadas a su tiempo los ojos vidriosos de los niños. Te prometo sonar cada noche de pesadez metálica con tu cuerpo, recreare tu figura palmo a palmo hasta formar con precisión arquitectónica un mapa de ti, inventare conversaciones en las cuales tú seas mi interlocutor entre risitas risueñas y ambages practicados en una adolescencia ya envejecida. Aparté la vista, más la vista nunca se apartó más que unos milímetros de la desnudez de tu cuerpo, de tu cabellera que pronosticaba que nunca culminaría nada más que la soledad de un cuarto desnudo, de una desnudez que era una segunda piel para mí. Que lejanas quedan las palabras cuando pienso en ti, que lejano queda el olor a jazmines que desprendía la pradera de tu cuerpo y conseguía sin tan siquiera proponérselo embriagar mis sentidos. Ahora aquí solo, aforrándome a tu recuerdo, un recuerdo que busco entre los recovecos de mi memoria que ya no es más que un punto negro entre tanta risa ajena. Por no llorar pienso en ti como el que siente las hojas de los girasoles hiriendome el cuerpo pálido y enjuto. Que hambre de ti me despierta en las noches frías y desconsoladas entre el calor húmedo de una sexualidad desterrada. Ay ángel terrenal que sin tocarme me diste en la diana, que hiciste bombear más que nunca mi corazón hasta que sentí el colapso de mi propia existencia. Te juro, te prometo que jamás olvidare cuando pasaste a mi lado y ni me miraste, como te ibas a dignar a otear a un insignificante ser que revoloteaba a tu lado, era una brizna de nada, más la nada siempre fue más que yo. Adiós sirena, mi sirena imaginaria, mi dulce aroma juvenil, te pondré a reposar en mis libros como reposan cada uno de mi sentimientos hacía ti.