¿Quién Se Une a Mi Grito?
Sombría, sucia y maloliente. Percudida, ajada y mal vestida. Se cuentan por cientos sus víctimas, por miles sus anécdotas, por docenas sus mitos. Peligrosa reina nocturna de fama bien ganada al pulso de años de estoica persistencia. Dueña de una hectárea de terror que impedía el acercamiento,
21 de May · 1971 palabras.
🕘 Resumen
Este relato describe una ciudad en la que coexisten dos realidades: por un lado, la de un hombre orgulloso por haber sido nombrado como el "empleado del año" y las posibilidades que esto le ofrece para el futuro; por otro, la de una gigante monstruosa de tres metros de altura, a quien se describen como sombría, sucia y maloliente, y que ha aterrorizado a la ciudad durante cientos de años con su prontuario de extorsiones, robos y asesinatos.
Aunque las autoridades han dado la espalda a su existencia, Raúl se encuentra frente a ella en un momento de descuido.
El relato reflexiona sobre cómo la historia cambia su discurso según el paso del tiempo; hace dos siglos, la gigante era objeto de permanente comentario en las páginas sociales y económicas y se describía su grandeza; hoy en día, en cambio, es vista como un monstruo en las páginas de sucesos criminales.
El relato pone en perspectiva la relatividad de las verdades históricas, y cómo dependen de la mirada de quien las cuenta.
A pocas cuadras, Raúl caminaba certero y orgulloso, le acompañaban un trofeo laboral y algunos tragos de felicidad. El gran premio le pertenecía, muchas ventas alcanzadas y el esfuerzo acumulado le acreditaban como el “empleado del año”, título que además implicaba un aumento sustancioso en su sueldo.
Los pies, empujados por la emoción, acompasaban los pensamientos embargados de futuro. No era fácil decidir que haría con su nuevo sueldo: ¿remodelaría la casa? ¿Pagaría la hipoteca? ¿Al fin tendría aquella camioneta?
Entonces ocurrió. Los pasos alegres se convirtieron en parálisis febril, la mente soñadora se tiñó de albino papel, sus ojos de esperanza se nublaron de espanto. El embriago de satisfacción le impidió calcular adecuadamente la ruta, este error lo puso justo enfrente de aquella gigante de tres metros.
“¿Por qué no noté la pesada oscuridad? ¿Cómo no pude oler la pestilencia? ¿Por qué no sentí este frío tan hiriente?”. Raúl se increpaba paralizado del pavor.
Entendió que en un solo día se habría ganado una victoria laboral y el derecho de aparecer en los rotativos locales como víctima de aquella pusilánime que hace 200 años era ensalzada en las páginas de sociales y economía, y cuyos horrores ahora permanecían en las páginas de sucesos criminales.
En las hemerotecas todavía se puede observar como hace dos siglos la hoy monstruo era fuente de permanente comentario enaltecedor. En sus reseñas se describe su gloria, su luz, su grandeza. Las noticias destacaban como ella era manantial de entretenimiento, de negociación, de comunicación. Y sus predios eran de tránsito complacido y amable para quien le quisiera visitar.
Pero hoy, el pobre Raúl continuaba tan estático como la figura imponente que le retaba. Frente a frente, ninguno de los dos se movían, dos estatuas ennegrecidas: una de hierro y concreto y la otra de miedo y angustia.
Esa misma estatua de tres imponentes metros de lujoso concreto, corona de la gran plaza central que hace 200 años fue grandeza y gloria. Esa que aparecía en las páginas sociales y que ahora se había convertido en el icono de la maldad pueblerina.
Para Raúl lo que importaba era que no aparecieran los guardianes de la estatua, los dueños de la famosa plaza central del pueblo. Después de 30 segundos infinitos, logró exhalar la bocanada de aire contenido y sigilosamente empezó a caminar. Nunca una marcha tan lenta le había bañado rostro y cuerpo de tanto sudor. A su derecha, la salida más corta, no importa a donde conduce siempre que le permita abandonar la cuadrícula. 25 metros lo separaban de su vida, sólo que a esta hora equivalían a 25 kilómetros.
Muy pocos se habían salvado del fatídico error de cruzar los límites de la plaza en espacio de luna. Y Raúl creyó estar en este grupo hasta que se topó con el primer pandillero. Cara dura, sarcástica y con el toque maligno que aportan las cicatrices. Ropa rota, descuidada y pestilente. En su mano tenía un revolver, de su espalda sobresalía el cañón de una escopeta, a las caderas su cinturón acunaba un par de cuchillos.
Sin necesidad de girar, notó que su verdugo no estaba solo, a su derecha había un hombre alto, corpulento y con la respiración tan trastornada que Raúl no le podía quitar la vista a los agitados pectorales. Tres metros más atrás una pareja ataviada de negro y metal se acariciaba de manera romántica pero muy violenta. Semejante cuadro solo podía terminar en otra muerte para las estadísticas de la plaza.
Con los pocos avíos que le acompañaban, inició un proceso de negociación que empezó con palabras y terminó en humillación. A su primera frase, el líder respondió con un escupitajo en el rostro, para luego alejarse indiferentemente a vigilar de cerca los siguientes actos del espectáculo.
Raúl intentó hablar con el más fortachón, pero las drogas de su cuerpo necesitaban ser drenadas con la más pura violencia física. Los puños en el rostro fueron tantos que se matizó de morado y sangre. Con el abdomen no fue diferente: el hígado, el bazo y hasta los pulmones recibieron lo suyo, en algún momento sintió como la sangre que brotaba por su boca venía del fondo de las entrañas. Y hasta logró escuchar el crujir de un hueso cuando aquellos zapatos militares le destrozaron el brazo izquierdo.
En el piso ―ensangrentado y sin fuerzas, quizá hasta aliviado de que ya todo había terminado― observó a la romántica pareja acercarse. Al parpadear, vio de cerca las facciones duras de una mujer acariciando su rostro. “¿Será que se condolieron? ¿Será que si logro recuperarme de estas heridas veré el próximo sol?”, se preguntó incrédulo.
Raúl sintió como la gracia de la caricia fémina bajaba por su cuello y se desplazaba hacia el pecho. Allí entendió que eran cuatro las manos que le acariciaban y que no era el pecho, sino todo su cuerpo. Todavía en el piso y confundido a plenitud, empezó a ver las piezas de su propia ropa caer: la camisa, el traje, los zapatos y hasta la ropa interior se apilaron a un par de metros de su humanidad. De seguido, sintió un par de cuerpos morbosos manipular, estrujar y hasta hurgar lascivamente su existencia. Raúl ya no sentía, no físicamente, sus ojos fijos sobre la pila de ropa entendieron el ataque moral. Con una lágrima gritaba que le terminaran de asesinar.
Dos horas después, sintió que le apremiaban aparatosamente a que saliera de su inconsciencia. Era el líder del grupo, quien al borde de la plaza le daba libertad advirtiéndole que su cuerpo y su vida serían respetados a cambio de una caja mensual del mejor licor. Y que si no cumplía, la factura le sería enviada directamente a su casa.
Él sabía que ya varios habían hecho este tipo de trato, pero nunca esperaría que la negociación fuese tan atroz. Unos llevaban licor, otros comida, otros ropa. Eran muchas las personas que por miedo surtían a los infelices que adueñados de la otrora gloriosa plaza, ahora disponían de droga, dinero y hasta sexo, todo tipo de productos y servicio sin más pago que el terror.
En su hogar, ya Sara le esperaba cargada de preñez y angustia. Un aruño tímido de puerta le puso a correr esperanzada. Al abrir, el cuadro era estremecedor. Sangre, suciedad, desnudez. Un cuerpo descalabrado y tumbado sobre la pared. Tuvo que activar su profundo amor para reconocer ese maltrecho rostro, primero por la falta de figura y luego por el torrente de gotas de dolor que opacaban sus pupilas.
En la puerta de su hogar, Raúl desnudo de dignidad y Sara preñada de resentimiento se fundieron en un largo y atormentado abrazo.
Dos noches más tarde, una pesadilla le ponía a sudar copiosamente, Sara se veía siendo acariciada primero por aquella mujer y luego maltratada por ambos miembros de la sádica pareja. Revivía en sueños como le iban desnudando y hasta empezaba a sentir dolor físico por la repetida humillación. El dolor era tan fuerte que le despertaba y desesperado chequeaba que su esposa estuviese bien. Sí, su esposa. Y es que eran realmente pesadillas de Raúl soñando que está en el cuerpo de Sara y que su embarazada esposa estaba siendo ultrajada.
Todo el aumento de sueldo se le iba en pagar la caja de Whisky y esto era una indignación adicional a las pesadillas, al recuerdo, a la frustración, a la incertidumbre. ¿Pero qué hacer? ¿Cómo salir de este gran problema? ¿Cómo regresarle a su vida y a su familia la tranquilidad perdida?
Con más rabia que ideas, se empezó a reunir con las otras víctimas del pueblo. Empezaron contándose sus anécdotas como un ejercicio de desahogo, pero pronto se convirtió en un ring de boxeo, la rabia era vertida de los unos a los otros y solo generaba más rabia.
Un buen día en un embate de cólera, Raúl pelea con otra víctima de los pandilleros y en el hervor intenta golpearle. Un compañero se tira sobre él impidiendo el zarpazo. Raúl quedó tirado en el piso, lloró desconsoladamente, la contrincante todavía nerviosa y agitada se tira sobre él, pero para abrazarlo y aliviarlo.
En la siguiente sesión, Raúl vino con una nueva actitud, se paró sobre la silla y llamando la atención dijo: “Pido públicas disculpas a todos y especialmente a Marlene. Me disculpo por mi conducta de ayer, por esa escena tan lamentable”.
Y levantó el tono: “Pero sobre todo me disculpo por mi cobardía para enfrentar a esos miserables, por mi incapacidad para producir ideas que resuelvan, por el conformismo con el que estoy criando a mis hijos. No pido disculpas por lo que me hicieron, porque realmente yo no podía hacer nada. Pero sí pido disculpas porque me he quedado tirado en el piso desde ese día. Porque ya no camino, solo me arrastro. Porque sané mis heridas físicas, pero las psicológicas permiten que cada vez más personas se arrastren al igual que yo. Pido disculpas por mi incapacidad para ayudarme y ayudarlos a ustedes a salir de este dolor tan profundo”.
Y levantó aun más el tono agitando los brazos: “Pero no solo pido disculpas, les pido que le pongamos nombre a este grupo, que adoptemos un nombre digno, que nos autodenominemos Sociedad de Luchadores por la Libertad. Y les pido que le hagamos honor a ese nombre, que dejemos de escondernos, de lamentarnos, de vivir en el pasado. Les pido que miremos un futuro en el cual luchamos y vencemos a esos infelices.”
Y se subió sobre el escritorio y con puño cerrado dijo: “Yo me ofrezco, ofrezco mi esfuerzo, mi inteligencia, mi familia, mi dinero. Ofrezco mi vida, la poca que me dejaron esos desagraciados. Les pido un hermandad de luchadores y a cambio les ofrezco la libertad de nuestra plaza, de nuestro pueblo y por si fuera poco, el retorno de nuestras vidas”.
Con la mirada penetrante, con ambos brazos al aire y con la voz a más no poder, gritó: “Yo me ofrezco, ¿quién más se ofrece?, ¿quién levanta su mano?, ¿quién se une a mi grito?”…
Y el rugido enardecido y unísono de todos los presentes llegó hasta los oídos de la gigante y sus vigilantes.
Si eres conforme con tu valentía, valores y acciones, no pretendas ser inconforme con tu dignidad, honor y logros.
A lo largo de mi vida he visto como los individuos son capaces de cambiar y ante cada amanecer descubrirse como un nuevo ser humano. ¿Quieres impulsarte al éxito y lograr tus metas?, ¿inspirarte con auto motivación?, ¿aprender a gestionar tus emociones?, ¿apalancar valores?, ¿desarrollar hábitos competentes?, ¿descubrir la magia del reconocimiento?.. ¿Quieres amplificar tu ser?
Soy Jaime Mora, amplificador e ilustrador del ser. Escritor por pasión, Coach por vocación, Consultor por acción. Con cinco años en estudios de IV nivel. Con más de 20 años de experiencia en el ámbito empresarial.
Soy director de www.impulsate.com y te invito a suscribirte gratuitamente a mi revista digital “Impulso” para que a través de ilustrativas historias descubras maravillosas reflexiones que alimentan tu mente y te inspiran a dar el paso consciente que transformará tu existir. Visita www.impulsate.com y aprende, crece y vive!.